9.6.13

"La gaviota", de Juan García Ponce



"LA GAVIOTA", JUAN GARCÍA PONCE

(Lectura final del semestre)

13.5.13

Personajes


El día de hoy vimos una película para ver particularmente el manejo de los personajes, que es muy interesante. En esta ocasión no se trata de comentar la película, es hablar sobre la función de los personajes de la película.

Leeremos los comentarios de los estudiantes.

6.5.13

Charles Bukowski

Hoy continuaron las exposiciones de los estudiantes y leímos un cuento que nos recomendó uno de los estudiantes, "No hay camino al paraíso" de Charles Bukowski.

También dimos lectura a una parte de Brevario de la fabada, de Paco Ignacio Taibo I.

29.4.13

"¿Quién se lleva a Blanca?"

 
Hoy fue un día de ejercicios, exposiciones y, por supuesto, lectura.

Los estudiantes iniciaron sus exposiciones que culminarán en dos semanas. Leímos y comentamos el cuento de Jorge Ibargüengoitia, "¿Quién se lleva a Blanca?".

22.4.13

"El café"



Hoy vimos un video que retrata la importancia en la cultura mexicana del escritor, Juan García Ponce. Leímos, además, su cuento "El café".

Los estudiantes nos darán su experiencia de lectura.

9.4.13

Un cuento de María Luisa Puga

Kathy Hare

Este lunes nos adentramos un poco en el signo lingüístico, su arbitrariedad y el círculo de la comunicación.

Leímos  el cuento "Una, dos, tres por mí", de María Luisa Puga. Conoceremos la experiencia de lectura de los estudiantes.

2.4.13

Un cuento y una historia

En esta ocasión leímos una historia que nos cuenta Cristina Pacheco, De regreso. También, un interesante cuento de Francisco Hinojosa: "Informe negro". Los estudiantes registrarán sus experiencias de lectura.

De regreso
Cristina Pacheco
La jornada, 31 de marzo de 2013
 
Firme al volante, Danilo se concentra en mirar la autopista. En el asiento posterior del coche Joshua y Sarahí, vestidos con ropa de playa, dormitan entre toallas húmedas, bultos y mochilas. Idalia experimenta una rara mezcla de nostalgia y ansiedad. Ve el reloj en el tablero. Son las dos de la tarde. A estas horas de seguro otras personas habrán ocupado la habitación 208 en donde se hospedó con su marido y sus hijos durante los tres días de vacaciones en Veracruz.
Idalia se da cuenta de que el paseo fue muy breve y lamenta haberlo desperdiciado. Se reprocha porque mientras estuvo en la playa en vez de entregarse por completo a la diversión y el descanso se dedicó a pensar en su madre sola en el departamento, los asuntos sin resolver, las cuentas pendientes, la discusión con su hermana, el rumor de que en la oficina de correos habrá recorte de personal, en los abonos del coche, en la tubería con fugas.
Ahora que está a punto de volver a su vida de siempre se esfuerza por recordar cada detalle de la habitación 208: paredes amarillas, luz raquítica, un buró, dos camas, reproducciones sobre las cabeceras. Una representaba gaviotas sobrevolando el oleaje rizado, como de azúcar; la otra, un barco navegando por un mar calmo y nocturno.
Tal vez los nuevos ocupantes del 208 las estén mirando con asombro y digan lo que ella le comentó a Danilo: “Me gustaría tener unos cuadros como éstos.” La escena inventada le provoca una antipatía infantil hacia los desconocidos. Los imagina desempacando, poniéndose de prisa la ropa ligera que pagaron (igual que ella) con tarjeta de crédito, haciéndose bromas, tomándose fotos con los celulares. Sus hijos no dejaron de hacerlo. Quieren mostrárselas a su abuela en cuanto la saluden. “Mira, abue: aquí estamos Sarahí y yo sentados en el malecón”. “Esta nos la tomó mi papá en un restorán”. “Antes de salir le sacamos una foto al cuarto en donde estuvimos”. “Aquí posamos en la puerta del hotel”.
Más allá de esas fotos y las conchitas que levantaron en la playa, Idalia se pregunta qué recuerdo de su primer viaje al mar guardarán Joshua y Sarahí. Ojalá sea bonito y lo conserven, para que cuando lleguen a ser padres lo compartan con sus hijos. La idea de que algún día sus niños harán su vida lejos de ella y de Danilo le provoca ansia de abrazarlos, pero se contiene para no interrumpir su sueño.
II
Idalia siente nostalgia por el puerto. Le gustaría preguntarle a Danilo cuándo volverán, con la esperanza de que él le conteste: “Muy pronto”, pero, conociéndolo, sabe que él le dará otra respuesta: “Cuando se pueda”. Ella hará lo posible porque eso ocurra en Navidad. Sería bonito hospedarse otra vez en el hotel Almirantes, en el mismo cuarto 208: paredes amarillas, dos camas, reproducciones sobre las cabeceras. Gaviotas. Un barco.
Idalia se da cuenta de que recuerda mejor el mar en los cuadros que el que vio inmenso, deslumbrante, erizado de olas y reflejos. Le lastimaban los ojos y tuvo que comprarse unos lentes de sol en el malecón.
Ha cambiado mucho desde que lo vio por vez primera. Iba con sus padres. Era niña. Se asombró ante el mar, jugó a huir de sus olas, conoció los cangrejos, buscó tesoros en la arena. Su padre le hizo un castillo. “Cuando sea grande, ¿viviré en uno así?”
El recuerdo de aquella pregunta la emociona, la devuelve a la plenitud de su infancia cuando soñaba con ser grande, ponerse zapatos de tacón y pintarse los labios de rojo. Ahora a diario hace las tres cosas, pero le gustaría volver a su infancia y soñar la vida en un castillo.
Su departamento es todo menos eso; pero es el sitio que más ama en el mundo. Mira de nuevo el reloj del tablero. Pronto estará subiendo las escaleras del edificio y llamando a su madre. La imagina en estos momentos parada en el zaguán, mirando a la distancia con la esperanza de que aparezca el Sílver: así llama Danilo a su automóvil plateado que debe a medias y teme perder por falta de pago.
Idalia piensa que en vez de irse de vacaciones a Veracruz debieron haber invertido el dinero del viaje en pagar dos abonos del coche. “Tómalo como una inversión”, le dijo su esposo la tarde en que le dio la noticia de que acababa de comprárselo a un amigo del trabajo y ella le recriminó que se hubiera echado semejante compromiso. Él se defendió con lo de la inversión y se pasó horas demostrándole las cualidades del coche. Entonces surgió la idea de llamarlo el Sílver.
A Idalia le pareció muy graciosa la ocurrencia pero siguió pensando que, en sus condiciones y más con la inseguridad en el empleo, había sido una locura comprar un automóvil. Él le encontró otra ventaja: “Los domingos podremos sacar a los niños de paseo y, si se puede, los llevaremos a que conozcan el mar. Me canso de que el Sílver aguanta de aquí a Veracruz sin dejarnos tirados”.
La realidad contradijo ese optimismo: antes de que llegaran a Puebla el coche sufrió tres averías. Danilo tuvo que pasarse horas haciendo talacha e Idalia parada en el acotadero agitando una toalla para advertirles del percance a los automovilistas que se aproximaban a toda velocidad. Mientras tanto los niños, sudorosos y malhumorados, sugerían que mejor se regresaran a la casa. Ni en el peor de los momentos Idalia les dio la razón. Habían hecho toda clase de sacrificios y gastos para llevarlos de vacaciones a conocer el mar y no era justo que ahora quisieran desbaratarlo todo sólo por unas cuantas molestias. Iban a entender que habían valido la pena cuando se encontraran frente al mar y vieran su movimiento eterno y su inmensidad. “Mira, abue, aquí está mi hermana corriendo en la arena”. “Estos son mi papás abrazándose”.
Fue la única vez que Idalia y Danilo se tocaron. Durante sus vacaciones en la playa la presencia de sus hijos los mantuvo cohibidos y lejanos aun en la cama, cuando la Luna iluminaba los cuadros sobre las cabeceras.
III
“Despierta a los niños. Ya casi llegamos”. De nuevo Idalia se ve sorprendida por la voz de Danilo. Baja la ventanilla y mira hacia la gasolinera que está cerca del edificio en donde viven, en donde su madre los espera, en donde se enrosca la rutina. Abre su bolsa. Junto a su monedero está la llave del 208. Su rígida frialdad la devuelve al cuarto de paredes amarillas, con un buró y dos cuadros sobre las cabeceras. Gaviotas sobrevolando las olas. Un barco deslizándose en el mar quieto y nocturno.

11.3.13

Literatura y cine

El día de hoy íbamos a ver una película pero sucedió qué... y no pudimos verla. El próximo lunes es de asueto y después vienen las vacaciones, así que regresamos hasta el 1 de abril. Demasiado tiempo sin clases...

Los estudiantes verán la película Melinda y Melinda, de Woody Allen:  http://cuevana.tv/#!/peliculas/4588/melinda-and-melinda

O podrán entrar desde aquí: http://www.cuevana.tv/  y poner en el buscador Melinda y Melinda.
Leerán, además, esta historia del escritor mexicano Juan Villoro, nos darán sus comentarios:
Una sencilla transacción, Juan Villoro

–Un capuchino, por favor.

–Blenvito Trifimex.

–¿Perdón?

–Blenvito Trifimex.

–No entiendo.

–¡Bienvenido a Coffiii–Mex!

–Gracias.

–¿Qué va a querer?

–Ya le dije.

–No oí. Primero tenemos que dar la bienvenida. Es política de la empresa.

–¿También me puede dar un capuchino?

–¿Regular?

–¿“Regular” es un tamaño?

–“Regular” no es un tamaño.

–¿Qué es?

–Es si quiere que sea regular de sabor.

–Quiero que sea bueno de sabor.

–Me refiero a lo que es la cafeína.

–La cafeína no es un sabor.

–“Regular” es el café que no es descafeinado.

–¡Ah!, ¿“regular” es normal?

–Si usted dice.

–Quiero regular.

–¿De qué tamaño lo va a querer?

–Normal.

–¿Normal?

–Perdón, ya me dijo que eso no es un tamaño.

–¿Chico, mediano, grande o extragrande?

–Mediano.

–¿Frío o caliente?

–Caliente.

–¿Con moka, vainilla o canela?

–Canela.

–¿Extra canela?

–Canela regular.

–¿Para tomar aquí o para llevar?

–Para tomar aquí.

–¿Bisquet, galleta, croissant, alfajor?

–Nada.

–¿Pero sí va a querer el capuchino?

–Claro.

–¿Cuenta con tarjeta de descuento Coffiii–Mex?

–No.

–Si tiene tarjeta de descuento, por cada treinta cafés le
descontamos uno.


–No, gracias.

–Y puede participar en la rifa de una cafetera.

–Ya le dije que no me interesa.

–Su pago va a ser en efectivo o tarjeta de crédito.

–Efectivo.

–Son 16,60.

–Aquí tiene.

–¿Quiere redondear para la Asociación Palomas del Mundo?

–Redondee.

–Recibo 20. Tres pesos de cambio.

–Gracias.

–¿Cuál es su nombre?

–Juan.

–En unos minutos lo llaman. ¿Todo fue de su agrado?

–Me gustaría no tener que hablar tanto.

–¿Algo no fue de su agrado? Tenemos libro de quejas.

Todo fue de mi agrado.

–Gracias por preferir “Coffiii–Mex, aroma y confianza”.

–¿Podría cambiarme este billete?

–Ya cerré la caja. Me hubiera dicho antes.

–¿Para abrir la caja tengo que comprar otra cosa?

–¿Bisquet, galleta, croissant, alfajor?

–Olvídelo.

–¿Usted es Juan?

–Le acabo de decir mi nombre.

–Tengo un mensaje en la computadora: no hay canela
regular.


–¿Tienen otro tipo de canela?

–Canela normal.

Pedí canela normal.

–Aquí dice: “regular”. Lo puse en la computadora.

–¡“Regular” quiere decir “normal”!

–Regular es el café, la canela es normal.

–Está bien: ponga canela normal.

–¿Lo molesto con su firma?

–¿Para qué?

–Tengo que anular el pedido y abrir una nueva orden.

–¿Por qué?

–Es por su tranquilidad.

–Me voy a tranquilizar cuando me dé mi café.

–¿Pidió café? ¿No quería un capuchino?

–¡El capuchino es café!

–Es por su tranquilidad. Gracias por su firma.

–¿Me puede dar mi capuchino?

–Está ahí al lado. Desde hace rato.

–¿No dijo que me iban a llamar?

–Sólo llamamos a los clientes que están sentados.

–¡Este café está tibio!

–Llegó caliente. Usted dejó que se enfriara.

–Se enfrió porque no dejaba de hacerme preguntas.

–¿Quiere hablar con el gerente? Su satisfacción es lo
primero. Tenemos libro de quejas.


–¡Quiero un capuchino caliente!

–¿Regular?

–Quiero este capuchino, pero caliente.

–No nos dejan recalentar comida.

–Apenas lo toqué.

–Es por su seguridad.

–Olvídelo. Estoy a punto de tener un ataque.

–El café regular es malo para el corazón.

–Pensé que ustedes no hacían comentarios personales.

–No es nada personal.

–¿Es política de la empresa?

–Tenemos un folleto para clientes con hipertensión
arterial.


–¿Si acepto el folleto me cambia un billete?

–El folleto es gratis. Con eso no puedo abrir la caja.

–El folleto me va a producir hipertensión arterial.

–¿Quiere entrar en nuestro programa de clientes con estrés? Le regalamos un refresco sin fenilalanina.

–Quiero irme. No puedo más.

–Fue un placer atenderlo.

–¡Quiero un mundo que sea regular!

–Que tenga bonita tarde. Gracias por buscar aroma y confianza.

Video: Un capuchino por favor.
 

4.3.13

Dos cuentos de Raymond Carver


El día de hoy leímos y comentamos dos cuentos de Raymond Carver: "Si me necesitas, llámame" y "Leña".

Leeremos los comentarios de los estudiantes.

26.2.13

Rulfo y Keret

Ayer leímos y comentamos dos cuentos: "Acuérdate" de Juan Rulfo y “De repente un toquido en la puerta” de Etgar Keret. Conoceremos los comentarios de los estudiantes.

“De repente un toquido en la puerta”, Etgar Keret

—Cuéntame un cuento —me ordena el hombre con barba que está sentado en el sofá de mi sala.

Reconozco que la situación me resulta bastante incómoda, porque yo escribo cuentos, pero no soy un cuenta cuentos. Y además no lo hago por encargo. La última persona que me pidió que le contara un cuento fue mi hijo, hace un año. Inventé algo sobre un hada y un ratón de campo, ni siquiera recuerdo qué, sólo sé que a los dos minutos ya se había quedado dormido. Mientras que la situación de ahora es absolutamente distinta. Porque mi hijo no tiene barba. Ni pistola. Y porque mi hijo me pidió el cuento, mientras que la intención de este hombre es robármelo.
Procuro explicarle al barbudo que si enfunda la pistola será mucho mejor para él. Para los dos, en realidad. Porque es difícil que se te ocurra un cuento mientras te encañonan la cabeza con una pistola cargada. Pero el tipo insiste.

—En este país —explica—, cuando quieres algo, tienes que exigirlo por la fuerza.

Es un inmigrante judío recién llegado de Suecia. En Suecia la situación es completamente diferente. Allí, cuando se quiere algo, se pide educadamente y, por lo general, te lo dan. Pero en el asfixiante y enrarecido Medio Oriente, eso no es así. A uno le basta con pasar aquí una semana para entender cómo funcionan las cosas. O para ser más exactos, para entender cómo no funcionan. Los palestinos pidieron con muy buenos modales un Estado. ¿Se los dieron? ¡Pura mierda! Mientras que cuando pasaron a hacerse volar por los aires en autobuses cargados de niños, empezaron a escucharlos. Los colonos quisieron que se les enviara a alguien con quien dialogar. ¿Les enviaron a alguien? Otra mierda, eso es lo que les enviaron. Pero en cuanto se pusieron a repartir madrazos y a lanzarles aceite hirviendo a los guardias fronterizos, los estamentos empezaron a querer tomar contacto. Este país sólo entiende el lenguaje de la fuerza y no importa que se trate de un asunto de política, de economía o de un lugar de estacionamiento. Aquí sólo entendemos la fuerza.

Suecia, el lugar desde el que el barbudo ha inmigrado, es un país progresista y avanzado en no pocos campos. Porque Suecia no es sólo ABBA, IKEA y el Premio Nobel. Suecia es todo un mundo de cosas, y lo muchísimo que tienen lo han conseguido exclusivamente por las buenas. En Suecia, si se le hubiera ocurrido ir a casa de la vocalista de Ace of Base y tocar la puerta para pedirle que le cantara una canción, ella le habría preparado una taza de té, habría sacado la guitarra de debajo de la cama y se habría puesto a tocar. Y todo con una sonrisa. ¿Pero aquí? Si no trajera una pistola en la mano seguramente yo lo habría echado a patadas escaleras abajo.

—Mira… —le digo intentando que entre en razón.

—Nada de mira —exclama furioso el barbudo tomando el arma—, o el cuento o un balazo en la cabeza.

Así que comprendo que no tengo alternativa, que el tipo va completamente en serio.

—Hay dos personas sentadas en una habitación —empiezo—, cuando de repente alguien toca la puerta con los nudillos.

El barbudo se yergue. Por un momento creo que el cuento lo ha atrapado. Pero no. Está escuchando otra cosa. Y es que realmente hay alguien tocando la puerta con los nudillos.

—Abre —me dice—, y no intentes nada. Échalo de aquí lo más deprisa posible, porque si no esto va a acabar muy mal.

El joven de la puerta es un encuestador. Quiere hacerme unas cuantas preguntas. Muy cortas. Sobre la elevadísima humedad que hay aquí en verano y cómo ésta afecta a mi estado de ánimo. Le digo que no quiero que me haga la encuesta, pero él, de todos modos, se cuela.

—¿Quién es? —me pregunta, apuntando hacia el barbudo.

—Es mi sobrino, de Suecia —le miento—. Ha venido para enterrar aquí a su padre que ha muerto en un alud de nieve. En estos momentos estábamos mirando el testamento. ¿Serías, pues, tan amable de respetar nuestra intimidad yéndote ahora mismo?

—¡Vamos! —me dice el encuestador, dándome una palmadita en el hombro—, si son cuatro preguntitas de nada. Deja que este buen hombre se pueda ganar el pan. Me pagan por encuesta hecha.

Se desparrama en el sofá con su carpeta. El sueco se sienta a su lado. Yo sigo de pie, intentando parecer convincente.

—Te ruego que te vayas —le digo—, has llegado en mal momento.

—¿Cómo que en mal momento? ¿Porque no soy lo suficientemente blanco? Para los suecos veo que sí dispones de todo el tiempo del mundo, pero para este marroquí que, como soldado recién llegado del frente del Líbano, ha dejado allí la vida, para este don nadie, no tienes ni un triste minuto.

Intento explicarle que eso no es así, que simplemente se le ha ocurrido llegar en un momento delicado para el sueco y para mí. Pero el encuestador se acerca el cañón de su pistola a los labios indicándome que me calle la boca.

—Ya —me dice—, déjate de excusas. Siéntate ahí en el sillón y desembucha.

—¿Que desembuche qué? —le pregunto.

La verdad es que ahora sí estoy nervioso. El sueco también tiene una pistola y aquí se puede llegar a armar un verdadero enfrentamiento entre Oriente y Occidente o algo así, por la diferencia de mentalidad. O hasta quizá resulte que al sueco le dé por enloquecer porque quería el cuento para él solito.

—No intentes engañarme —me amenaza el encuestador—, tengo la mecha corta. Vamos, suelta ya de una vez un cuento.

—Eso —se le une el sueco, con una sorprendente complicidad mientras también me apunta con su arma y yo carraspeo para volver a empezar.

—Tres personas están sentadas en una habitación…

—Y nada de "de repente tocan la puerta con los nudillos" —me advierte el sueco.

El encuestador no entiende a qué se refiere, pero le sigue la corriente.

—Suéltalo ya —exclama—, y sin toquidos en la puerta. Cuéntanos otra cosa. Algo que nos sorprenda.

Callo un momento y tomo aire. Los dos tienen la mirada fijada en mí. ¿Por qué tendré que verme siempre en situaciones como éstas? A Amos Oz o a David Grossman nunca les pasaría algo así. De repente se oyen unos golpecitos en la puerta. La mirada de concentración de los dos se vuelve ahora amenazadora. Yo me encojo de hombros. No tengo nada que ver con eso, ni mi cuento tiene nada que ver con ese toquido en la puerta.

—Deshazte de él —me ordena el encuestador—, sea quien sea, dile que se largue.

Abro la puerta sólo una rendija. Es un repartidor que trae una pizza.

—¿Eres Keret? —me pregunta.

—Sí —le digo—, pero yo no he pedido ninguna pizza.

—Aquí dice Zamenhof 14—insiste, agitando una nota delante de mis narices y metiéndose a la casa.

—Lo dirá —le contesto—, pero yo no he pedido ninguna pizza.

—Una familiar —se empecina él—, mitad piña, mitad anchoas. Está pagada. Con tarjeta. Sólo tienes que darme la propina y me largo volando.

—¿Tú también has venido por el cuento? —le pregunta el sueco.

—¿Qué cuento? —se extraña el repartidor de pizza.

Pero se le nota que miente, porque es muy mal actor.

—Vamos, sácala —le espeta el encuestador—, saca la pistola de una vez.

—No tengo ninguna pistola —confiesa el repartidor, dejando asomar, sin embargo, de debajo de la caja de cartón, un largo cuchillo de carnicero—, pero lo haré picadillo si no se inventa enseguida una buena historia.

Ahora están los tres sentados en el sofá. El sueco a la derecha, a su lado el repartidor y a la izquierda el encuestador.

—Yo así no puedo —les digo—, no se me va a ocurrir ningún cuento si están ahí los tres con la tontería de las armas. Salgan un rato a dar una vuelta y cuando vuelvan veré si les tengo algo preparado.

—Lo que va a hacer el mierda éste es llamar a la policía —le dice el encuestador al sueco—. Cree que nos chupamos el dedo.

—Vamos, échate uno y nos vamos —me suplica el repartidor de pizza—, uno cortito. No seas tacaño, los tiempos que corren son muy malos, entre el desempleo, los atentados y los iraníes. La gente está sedienta de otra cosa. ¿Qué crees que nos ha traído hasta tu casa a unas personas normalitas como nosotros? La desesperación, hombre, la desesperación.

Yo asiento y vuelvo a empezar.

—Cuatro personas están sentadas en un sofá. Hace calor. Se aburren. El aire no funciona. Uno pide un cuento. Los demás le hacen coro…

—Eso no es un cuento —exclama irritado el encuestador—, eso es un informe de la situación, de lo que en este momento está pasando aquí. Precisamente de lo que estamos intentando escapar. No nos recicles la realidad como el camión de la basura. Dale a la imaginación hermano, inventa algo, vamos, lo más increíble posible.

Vuelvo a empezar.

—Un hombre está sentado en una habitación. Está solo. Es escritor. Quiere escribir un cuento. Ha pasado mucho tiempo desde que escribió su último cuento y siente una fuerte añoranza. Echa de menos la sensación de crear algo a partir de algo. Sí, algo a partir de algo. Porque eso de crear algo de la nada es para cuando de verdad se inventa algo. Y eso ni vale la pena ni es gran cosa. Mientras que crear algo a partir de algo quiere decir saber descubrir algo que ya existía todo el tiempo en ti y descubrirlo a través de algo que ha sucedido y que nunca antes había pasado. Finalmente, el hombre decide escribir sobre la situación. No sobre la situación política, ni tampoco sobre la situación social del país. Decide escribir un cuento sobre la situación humana, o mejor dicho, sobre la condición humana tal y como él la está experimentando en ese mismo momento. Pero no se le ocurre nada. Porque la situación humana, tal y como él la está viviendo en ese momento, según parece, no merece ningún cuento. Está a punto de renunciar a la idea cuando de repente…

—Ya te lo he advertido —me interrumpe el sueco—, nada de toquidos en la puerta.

—Es que tiene que ser así —me empeño yo—, sin que toquen la puerta no hay cuento.

—Déjalo —dice el repartidor de pizza suavemente—. Dale un poco de libertad. Si quiere que toquen la puerta, pues que la toquen. ¡Lo que sea, con tal de que nos cuente un cuento de una vez!